Evangelio en la calle
El evangelista Lucas narra una escena dramática y conmovedora en el cap. 7, 11-17. Merece la pena que recodemos ese trozo del Evangelio y que nos detengamos en él llevándolo, en este caso, al hospital.
Recodemos: al acercarse Jesús a la aldea de Naín, se encuentra con una viuda que llevaba a enterrar a su hijo único. Jesús se conmueve, dice a la madre que no llore, se acerca al féretro, lo toca, le pide al difunto que se levante y se lo entrega vivo a su madre. Al ver lo sucedido, la gente divulga que Dios ha visitado a su pueblo.
De Jesucristo no puede salir otra cosa nada más que el bien. Él es una fuente de profundo bienestar. Nos cuesta trabajo, desde nuestra pequeñez, comprobar que tanta bondad pueda salir de tal profeta. Pero también es cierto que, previamente, Jesús se conmueve, se acerca, toca…, es decir, se mete en el problema, se embarra hasta lo más profundo de su ser y…, después, actúa.
Este relato me ha venido a la memoria en estos días pasados cuando he tenido la ocasión de estar en la misma habitación del hospital con un joven trasplantado de hígado por dos veces con peligro de un nuevo rechazo. Su madre, viuda, lo acompañaba día y noche sin interrupción. Ver a la viuda y al hijo era un espectáculo sobrecogedor de ternura, ayuda mutua, cariño desmedido. En medio de su gran enfermedad había tiempo para la alegría y para la fortaleza, incluso, en los momentos de mayor dolor.
Yo observaba y observaba (llevado por su fe y la mía) y concluía que Cristo estaba presente en ellos y les daba salud y vida. ¡Gran milagro! Ella era para mí la viuda de Naín.
Termina el Evangelio diciendo que la noticia se extendió por toda la región. No podía ser de otra manera. Tanta ternura, vida y fe no pueden quedarse encerradas.
Del Evangelio se despende un caudal de vida. De la viuda y del hijo tambíen.
¿Y de ti y de mí?
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