miércoles, septiembre 28, 2011

Constitución y crisis institucional




     Las instituciones no son sólo ni principalmente unos medios para conseguir unos fines que podemos usar a nuestro antojo. Son fruto y depósito de un patrimonio moral construido en el devenir de la historia humana que deben conservar y ampliar, y constituyen la realización práctica del desvelo de muchas personas que se preocuparon por construir un mundo mejor y más justo. Son como el termómetro moral de la sociedad, y sus responsables prototipos de esa moral.

     «El espíritu» de las instituciones podemos entenderlo meditando despacio este texto de Juan XXIII: «El orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual. Porque se funda en la verdad, debe practicarse según los preceptos de la justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo, y, por último, respetando íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana». («Pacem in terris», 37). Este carácter exige que su utilización sea coherente con su espíritu, que no deteriore su espíritu, lo que da una gran importancia al qué se hace y al cómo se hace, que siempre deben estar dentro del marco de referencia del espíritu de la institución.

     La reforma de la Constitución, tanto el contenido como la forma en que se ha hecho, constituye el mayor atentado a las instituciones que se ha perpetrado en la historia de nuestra democracia. El contenido, porque forzar a la Constitución para que recoja que el pago de la deuda «gozará de prioridad absoluta» es lo mimo que decidir instalar un prostíbulo en un colegio, una inmoralidad absoluta. La forma, deprisa, impuesta, sin razonar y eludiendo la participación ciudadana, porque ha situado a la Constitución al nivel de cualquier decreto que se promulga y deroga sin más trascendencia, despojándola de la solemnidad de ser nuestra norma suprema. 

     Si hemos llegado hasta aquí es porque nos hemos acostumbrado a un uso espurio de nuestras instituciones que ha deteriorado y cambiado la imagen de los tres poderes del Estado. 

     El Ejecutivo, nuestro Gobierno, se ha ganado la imagen de no tener coherencia alguna en su quehacer. Sumiso con los poderosos y altanero con los débiles, como marioneta en manos de no sabemos qué intereses ni poderes, decide y explica sus decisiones con los mismos argumentos que usa para hacer todo lo contrario, y ello sin inmutarse, sin tener en cuenta el compromiso moral que le une con los ciudadanos que le votaron para hacer justamente lo contrario.

     El Legislativo, nuestro Parlamento, que incluye a los partidos políticos, está tan desprestigiado que exige una profunda reforma en su constitución y funcionamiento para desterrar la imagen de unos diputados que, salvo honrosas excepciones, aparecen secuestrados por sus partidos, sin relación con sus electores y con la sola obligación de mirar el dedo que le indica lo que deben votar. Y una oposición cuyo mayor interés y preocupación es qué decir y hacer, no importa que sea verdad o mentira, para ganar las próximas elecciones y no para solucionar los problemas que tenemos.

     El Judicial, acusado y acosado en cada proceso y sentencia que dicta, tiene la imagen de estar compuesto por jueces, fiscales y magistrados a sueldo de sus mentores y no por garantes del cumplimiento de nuestras leyes. Se dice que tienen una ideología que tratan de imponer con sus sentencias.

     El desprestigio de las instituciones es una catástrofe social y política porque la inmoralidad que representa el uso que se hace de ellas es la misma que nos hace permanecer impasibles ante la injusticia, y ello produce víctimas, lo pobres, que nunca verán recogida en la Constitución que la erradicación de la pobreza gozará de prioridad absoluta.

Editorial del número 1.528 de Noticias Obreras.


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