El 11 de octubre de 2012 se celebra el 50º aniversario de la
apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Esta fecha es la que ha
escogido Benedicto XVI para proclamar un Año de la Fe. Será una ocasión
propicia para que comprendamos con mayor profundidad que el fundamento
de la fe cristiana es «el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, Jesucristo, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello,
una orientación decisiva» («Deus caritas est», 1).
Ese mismo 11 de octubre, pero del año 1962, se inauguraba la
primera sesión del Concilio Vaticano II. Un concilio que contribuyó
decisivamente a cambiar en profundidad la vida de la Iglesia en mayor
fidelidad al Evangelio de Jesús, a pesar de sus lógicas limitaciones, y
que ha dado muchos frutos en la vida de la Iglesia en favor de su
servicio a la humanidad. Un concilio que en no pocos aspectos es hoy más
un desafío que una realidad en la vida de la Iglesia, siempre
necesitada de conversión a Jesucristo y de renovación. Un concilio que
sigue siendo un camino abierto para hoy y para el futuro.
Aquí es imposible aunque solo fuera Jesucristo enumerar toda la riqueza del
Concilio Vaticano II y lo que significa hoy para nuestra Iglesia. Por
eso, solo vamos a subrayar un aspecto que destacaron los dos papas del
Concilio. Juan XXIII invitó al Concilio a tener ante el mundo una mirada
y una actitud de «misericordia», para servir mejor a la humanidad
reconociendo y ayudando a reconocer la presencia amorosa del Dios de
Jesús en nuestro mundo y nuestra historia. Pablo VI subrayó, en ese
mismo sentido, que en el Concilio «hemos aprendido a amar más y servir mejor».
¿Qué significa hoy para nosotros, para nuestra Iglesia ese amar y servir
mejor? Ante todo, «llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la
humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la
misma humanidad», pues «la Iglesia evangeliza cuando trata de
convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los
hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y
ambiente concretos» (Pablo VI, «Evangelii nuntiandi», 18). Y, para
ello, poner, como hizo Jesús, en el centro de nuestra vida,
preocupaciones y acción, la causa de los pobres y de la fraternidad,
combatiendo el empobrecimiento, la injusticia y la deshumanización que
asolan nuestro mundo, provocan un sufrimiento inmenso y niegan el Plan
de Dios de una humanidad fraterna.
El propio Concilio expresa lo que consideramos hoy el gran desafío de nuestra Iglesia para ser «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» («Lumen gentium», 1). Dos textos del Concilio lo concretan así: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón (…) La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» («Gaudium et spes», 1). «Cristo fue enviado por el Padre para anunciar la Buena Noticia a los pobres, anunciar la liberación a los cautivos, devolver la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos…, sanar a los de corazón destrozado (Lc 4, 18) (…). También la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y sufriente, se preocupa de aliviar su miseria y busca servir a Cristo en ellos» («Lumen gentium», 8).
El propio Concilio expresa lo que consideramos hoy el gran desafío de nuestra Iglesia para ser «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» («Lumen gentium», 1). Dos textos del Concilio lo concretan así: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón (…) La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» («Gaudium et spes», 1). «Cristo fue enviado por el Padre para anunciar la Buena Noticia a los pobres, anunciar la liberación a los cautivos, devolver la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos…, sanar a los de corazón destrozado (Lc 4, 18) (…). También la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y sufriente, se preocupa de aliviar su miseria y busca servir a Cristo en ellos» («Lumen gentium», 8).
El gran servicio de la Iglesia a nuestro mundo es ser en verdad signo e
instrumento de que formamos una sola familia humana. Hijos de un mismo
Padre y llamados a vivir la fraternidad, a construir la comunión en el
amor y la libertad. Nuestro destino es vivir la plenitud de esa comunión
en Dios y con Dios. Esa realidad de comunión es posible porque nuestro
mundo está habitado por el amor, la bondad y la misericordia sin límites
de Dios, capaz de transformar nuestra vida hacia la comunión. Toda la
lucha por la dignidad, la fraternidad y la justicia es testimonio de que
no estamos condenados al sufrimiento y la injusticia.
Pero la comunión solo es posible desde la compasión (el asumir el dolor
del otro como propio, el tener entrañas de misericordia, el «padecer
con» el otro). Esta compasión fundamenta y da consistencia a la
solidaridad afectiva y efectiva con los empobrecidos, cuya existencia es
la negación de la comunión, la ruptura radical de la fraternidad. Por
eso, amor y justicia para los empobrecidos son inseparables.
El gran desafío para la Iglesia, y para cada uno de nosotros en ella, es
ser la Iglesia de los pobres para ser la Iglesia de Jesucristo. O lo
que es lo mismo, ser Iglesia de Jesucristo para ser Iglesia de los
pobres. Solo así podremos aportar a nuestro mundo la Buena Noticia de
Jesús como camino de humanidad y fraternidad. Nuestro gran desafío hoy,
desde los caminos abiertos por el Concilio Vaticano II, es hacer verdad
que «el amor por el hombre, y en primer lugar por el pobre, en el
que la Iglesia ve a Cristo, se concreta en la promoción de la justicia» (Juan Pablo II, «Centesimus annus», 58), porque «la Iglesia es abogada de la justicia y de los pobres» (Benedicto XVI, Discurso en Aparecida).
Y no olvidemos que esto es algo para nuestra manera de vivir y de actuar, no solo para nuestras palabras: «Sabemos
que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros
hermanos… En esto hemos conocido lo que es el amor: en que Él ha dado la
vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por nuestros
hermanos… No amemos de palabra ni con la boca, sino con hechos y de
verdad» (1 Jn 3, 14.16.18).
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