Evangelio en la calle
“Tengo mi marido y mis dos hijos mayores sin trabajo y estoy perdiendo las ganas de vivir. Cada vez que la administración nos aprieta y nos recorta, más me cabreo y más se me quitan las ganas de luchar. Continuamente nos dicen que esto es así y que no hay otra salida nada más que aceptar, aguantar y resignarse”.
Semejantes o parecidas situaciones y conversaciones las estamos oyendo a diario y están produciendo a nuestro alrededor un desánimo y, a veces, una gran desolación. Tanto es así que la precariedad económica, para la mayoría de los trabajadores, se está convirtiendo en precariedad humana y en debilitamiento moral. De tal manera que uno piensa que si la situación es mala, peor es la apatía y la desgana tan generalizada hasta un punto tal que se oye decir que ya no se puede luchar por nada. Es decir, nos han robado algo sagrado que es lo último que deberíamos perder: la esperanza.
Porque sin esperanza sólo cabe una actitud negativa ante la vida, aparece la tristeza y la oscuridad, el cansancio nos envuelve, la lucha se frena, se deja de creer en uno mismo y se nos roba la existencia.
La situación está mal, muy mal (¿alguna vez ha estado bien para los pobres?) pero por eso mismo hay que espabilarse y dar una respuesta y, sin esperanza, eso no es posible.
El Dios de la esperanza (Romanos 15,13) nos lleva de la mano para apostar fuertemente por un futuro mejor para toda la humanidad, nos empuja a abrir los ojos para ver que continuamente brotan signos nuevos de su presencia especialmente entre los pobres (Isaías 43, 18-19) y para realizar gestos de humanidad y cercanía (Mateo 11, 2-6) que nos identifiquen como “pacientes en la tribulación y alegres en la esperanza” (Romanos 12, 12).
Al fin y al cabo se trata de “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pedro 3, 15) y de que por ninguna razón nos la roben.
Hay que poner freno a tal desgracia.
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