Vivimos
rodeados de buena gente que no pierden ocasión para hacer el bien en las
diferentes formas de acogida y
hospitalidad que se nos presentan en la vida.
Recuerdo
las comidas que algunos matrimonios
nos hacen tan cariñosamente en sus casas a muchos de sus amigos y cómo, lejos de
todo protocolo, disfrutan viendo la mesa llena de comensales que comparten
conversación y amistad. En estos encuentros prevalece la relación cordial y la buena
armonía sobre otras muchas cosas.
Recuerdo también la llegada de amigos y amigas para visitar la ciudad y para pasar unos
días de descanso: la mejor habitación es para los forasteros, el plan de
visitas a los monumentos y calles está perfectamente planteado, la sencilla
comida se planifica y realiza a su tiempo y… diplomacias, ninguna. El
recibimiento, la compañía durante toda la estancia y la despedida nunca pueden
faltar.
¿Y qué puedo decir de los abuelos y abuelas que hacen comida
para los hijos y familia que se encuentran parados y
todos los días los tienen de invitados o se llevan la comida a sus domicilios? “Mientras yo viva y tenga la paguilla, a los
nietos no les va a faltar un plato de comida”, me decía la abuela con
satisfacción y rabia por la falta de trabajo.
La tradición más genuinamente cristiana y la hospitalidad se
dan la mano. Veamos Mateo 10, 40-42: “El que os recibe a vosotros me recibe a mí,
y quien me recibe a mí recibe a quien me ha enviado… El que dé de beber a
uno de estos pequeñuelos tan sólo un
vaso de agua fresca porque es mi discípulo, os aseguro que no perderá su
recompensa”. Veamos también Hebreos 13, 1-2: “Perseverad en el amor
fraterno. No olvidéis la hospitalidad,
pues gracias a ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles”.
Hospedar
al otro es acoger a los ángeles y al mismo Cristo. ¡Qué grande es la hospitalidad! Por eso, se recomienda
continuamente a los seguidores del Evangelio (Romanos 12,13 y 1ª Pedro 4,9).
¡Y qué grandes somos cuando acogemos y qué ridículos cuando…!
Antonio Hernández Carrillo
¡TU! numero 135
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