domingo, junio 02, 2013

[Sobre la beatificación] ‘San Romero de América’


Fuente: Adital, 09-05-2013  (Jon Sobrino, s.j.)

Muchos se han preguntado desde hace tiempo cuándo canonizarán a Monseñor Romero. Otros han ido más al fondo: “si Monseñor Romero no es santo, ¿quién lo será?”. Y otros no han ocultado su sorpresa y algún enojo. Ante la rapidez con que se canonizó a la madre Teresa y a Juan Pablo II -por no hablar de José María Escrivá- no comprenden el silencio en que ha quedado Monseñor. Pues bien, parece que ha llegado la hora.

El Papa Francisco. Más que “desbloqueo”, “ruptura”

La renuncia de Benedicto XVI fue una ruptura de gran magnitud, un gesto de honradez infrecuente en Roma, y creó el ambiente necesario para otras rupturas. Y así ha ocurrido. El 20 de abril el arzobispo Vincenzo Paglia, tras un encuentro con el Papa, anunció que “la causa de beatificación de Monseñor Romero ha sido desbloqueada”. (Hablaremos de beatificación o, en general, de canonización) 

Ha habido “desbloqueo” porque la causa había quedado “engavetada” sine die en la Doctrina de la Fe. Pero no parece que las razones fueran sólo burocráticas, fácilmente eliminables por un Papa. Lo que hizo el Papa Francisco tiene las trazas de haber sido una “ruptura”: “jerarcas de diversas curias durante años han hecho lo posible para impedir la canonización. 

Es bien conocido que, en vida, la oligarquía y demás poderes del mundo salvadoreño trataron a Monseñor con desvergüenza y crueldad. “Monseñor vende su alma al diablo”, publicó un periódico de la oligarquía. Y con estas hojas llenaron las calles de la capital: “Haga patria mate un cura”.

Pero no solo ellos estaban en contra. En curias eclesiásticas, en y más allá de El Salvador, hubo jerarcas que desde el comienzo trataron a Monseñor con prejuicios inflexibles y muchas veces sin justicia. No le perdonaban su apoyo a la teología, aunque fuese buena, si era de la liberación. Ni le perdonaban su apoyo, aunque fuera justo -y crítico-, a las organizaciones populares. Sus enfrentamientos claros y sus denuncias radicales con opresores, ejércitos, escuadrones de la muerte, gobiernos, imperio norteamericano, les causaron sorpresa y pavor.

Y para gente de Iglesia la molestia más honda, y menos confesable, es que Monseñor, en su pensar, hablar y comportarse, se parecía mucho a Jesús de Nazaret. Y sus palabras les destanteaban totalmente: “Me alegro hermanos de que la Iglesia sea perseguida… Sería muy triste que en nuestra Iglesia no hubiese sacerdotes asesinados”. 

Los problemas comenzaron pronto. La nunciatura reaccionó agresivamente contra su decisión de una misa única tras el asesinato del Padre Rutilio el 20 de marzo de 1977, que fue un auténtico clamor de fe, esperanza y compromiso, solo igualada por la misa de funeral del mismo Monseñor el 30 de marzo de 1980. Con la excepción de monseñor Rivera, el resto de los obispos salvadoreños, le fueron contrarios, a veces pública y burdamente. En 1978 publicaron un mensaje, breve y malo, sobre las organizaciones populares, que contradecía frontalmente la larga carta pastoral de Monseñor Romero sobre La Iglesia y las organizaciones políticas populares. Poco antes de su muerte escribió en su diario las tres cosas que le preocupaban. La última era “su situación conflictiva” con los otros obispos. Y recuerdo la alegría que le embargó en Puebla en una reunión con obispos afectos a Medellín. “¡Qué bueno poder estar aquí como entre hermanos!”. A su funeral no asistió ninguno de los obispos de El Salvador, con la excepción de Monseñor Rivera Damas.

En la curia vaticana han hablado mal de Monseñor visitantes y residentes poderosos, funcionarios del gobierno de Estados Unidos y obispos como Alfonso López Trujillo. De Roma le enviaron visitadores en repetidas ocasiones, y en un momento dado pensaron retirarle de su cargo o inutilizarlo como Arzobispo, nombrando un obispo coadjutor sede plena, con plenos poderes. Monseñor respondió: “Estoy dispuesto a obedecer. Si me quitan solo les pido que lo hagan con dignidad para que no sufra mi pueblo”. En sus viajes a Roma compartía sus problemas con el Padre Arrupe y con el cardenal Pironio, ambos en dificultades con la curia, y se animaban mutuamente. Y en los últimos años agradeció mucho la visita que le hizo el cardenal Lorscheider.

De su visita a Pablo VI en mayo de 1977 salió feliz. De su primera visita a Juan Pablo II salió decepcionado y triste. De la segunda visita salió serenamente confortado. Después de su asesinato, Juan Pablo II, inesperadamente y sin comunicarlo al gobierno, fue a honrarlo a su tumba en Catedral. Lo llamó “celoso pastor”.

A Benedicto XVI los periodistas le preguntaron varias veces cuándo será la canonización de Monseñor Romero. En su respuesta a un periodista francés vino a decir que “el retraso no se debía a la persona del arzobispo asesinado, que, por su virtudes heroicas, merecía ser beatificado. Se debía, más bien, a la situación políticamente encontradiza que reina en El Salvador a propósito de la obra de Monseñor”. La pregunta que queda es por qué, en concreto, en esa situación “la canonización no es oportuna”. 

Monseñor Urioste ha dicho muchas veces que Monseñor Romero ha sido el salvadoreño más amado y el más odiado en el país. Los poderosos, oligarquía, ejército y escuadrones de la muerte, la economía, la política y muchos de los medios, le odiaron en vida. De algunos de ellos salieron quienes lo asesinaron. Y los más recalcitrantes esa noche brindaron con champán. No es fácil para el Vaticano canonizar a Monseñor, estando vivos, y aun teniendo que estar quizás presentes por razones protocolarias en su beatificación, algunos enemigos importantes de Monseñor. Quizás sea eso lo que no se juzga “oportuno”. 

Quizás tampoco sea oportuno ponerlo públicamente como ejemplo eximio de obispo, pues incomodará a algunos de ellos. 

Y quizás se repita que “no hay que politizar a Monseñor Romero” porque eso podría dificultar la canonización, manida afirmación repetida sin argumentos.

Un santo

No sabemos qué se dirá en el acta de beatificación y de canonización. Nos gustaría que, además de lo que se vea sobre Monseñor desde la Roma universal, el acta diga las cosas importantes del Monseñor que vemos desde aquí.

Conversión. En la mejor tradición de las Iglesias cristianas, Monseñor, hombre bueno y ético siempre, en los setenta pasó por un cambio radical o conversión. La causa principal fue el encuentro con los pobres, ya como obispo en Santiago de María y definitivamente en San Salvador. El 12 de marzo de 1977, ante el cadáver de Rutilio Grande y dos campesinos, su vida cambió para siempre. Las innumerables víctimas y los pobres y oprimidos le llevaron a una nueva vidad definitiva. Encontró en ellos una ultimidad que coincidía con la ultimidad de Dios, y que no fue rebajada a segundo lugar por Dios. Eso pienso yo es lo que ocurrió en el corazón de Monseñor en aquellos momentos de conversión. Nunca dio marcha atrás.

A eso le ayudaron los pobres en primer lugar, pero también lo que ocurrió ya en los primeros días. Los sacerdotes a quienes tenía por izquierdistas y de Medellín le apoyaron sin condiciones, mientras que quienes habían estado con él, como obispo moderado y nada político, le dejaron solo. Y también le convenció de que el nuevo camino era el correcto, el cuerpo eclesial que inmediatamente se formó a su alrededor, con sacerdotes y religiosas, las mayorías pobres y varios profesionales, universitarios de clases medias.

Compasión contra la injusticia. Las puertas de su oficina en el arzobispado y en el hospitalito siempre estuvieron abiertas para escuchar y acoger al pobre. Y vivió en profundidad el abajamiento que acompañaba a la compasión: “A mí me toca ir recogiendo atropellos y cadáveres”, dijo en Aguilares. De ese modo se convirtió, como los obispos del siglo XVI, en defensor ex officio de los pobres.

Denuncia contra la mentira y el encubrimiento. No hace falta extenderse en esto, pero sí es importante recalcar su forma de hacerlo que no tiene paralelo, especialmente en sus homilías. Todos los domingos sin excepción, mencionaba todas las violaciones a derechos durante la semana, de los que le había llegado noticia. Mencionaba los nombres de las víctimas, el lugar y circunstancias, la situación en que quedaban los familiares. Y siempre mencionó a los victimarios -también de las organizaciones populares cuando era el caso-, muy mayoritariamente miembros del ejército, cuerpos de seguridad y escuadrones de la muerte. Y les conminó: “En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo, cada día más tumultuosos, les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, ¡Cese la represión!”.

Contra la idolatría de la riqueza. La condenó, y por ello lo mataron. “Se mata a quien estorba”, había dicho. Estorbó al mencionar la injusticia del dinero y de la riqueza que elevó a idolatría. Y denunció muchas otras idolatrías, sobre todo la de la seguridad nacional. También condenó, a los medios de comunicación: “hoy nadie cree ya en nada”. Y a la corte suprema de justicia. “Gran parte del malestar de nuestra patria tiene allí su clave principal, en el presidente y en todos los colaboradores de la Corte Suprema de Justicia, que con más energía deberían exigir a las cámaras, a los juzgados, a los jueces, a todos los administradores de esa palabra sacrosanta, la justicia, que de verdad sean agentes de justicia”.

Monseñor ante el misterio de Dios.Monseñor habló frecuentemente de Dios. Fiel a Puebla y a la teología de la liberación, ante todo condenó a las divinidades de la muerte, los ídolos, “los que necesitan víctimas para subsistir”. Pero por encima de todo habló del Dios de Jesús, el Dios real, el Dios de su vida y el Dios de la historia. Y habló con Dios. Es conocida su oración sentida. Y ante Dios quedaba postrado y se sentía feliz. Días antes de ser asesinado dijo en la homilía: “Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios… ¡Quien me diera queridos hermanos que el fruto de esta predicación de hoy fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios y que viviéramos la alegría de su majestad y de nuestra pequeñez”.

Los pobres de su pueblo. Monseñor los amó y los defendió. Siempre. Corría sus mismos riesgos y se lo decía. ”No abandonaré a este pueblo”. Denunciaba a sus enemigos, aunque fuese el presidente del país, el general Romero, y aunque fuese el presidente Carter a quien prohibió enviar armas. Defendió a los pobres y por ellos arriesgó todo, como sólo lo hacen los amigos de verdad. Y les comunicaba sin pudor lo que sentía por ellos: “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor”. 

El pueblo, su pobrería, le quiso como rara vez se quiere a un personaje, a un obispo. Le lloraron como solo se llora a un padre. Hoy, 33 años después, muchos le siguen queriendo de verdad. En El Salvador, le quieren de manera distinta a como quieren a otros santos populares canonizados. Muy especialmente le quieren y le recuerdan supervivientes de masacres, esposas y madres de esposos e hijos asesinados y desaparecidos, familiares de víctimas de quienes nadie se acuerda. Y sin saber exactamente qué significa “canonización”, “culto público”, “intercesión”, se alegran de que un Papa, proclame su nombre solemnemente y diga a todo el mundo que Monseñor fue una buena persona. Están contentos. Y no es esta pequeña expresión de canonización.

El acta vaticana de beatificación después de otras

No sabemos qué se escribirá en el acta vaticana de beatificación y canonización. Ojalá ofrezca al Monseñor Romero, santo tradicional y santo salvadoreño, como hemos intentado describir. Ojalá su nombre sirva de nombre a tantos que han quedado sin nombre, en El Mozote, entre los indígenas de Guatemala, entre los migrantes asesinados en México… Y ojalá dé nombre a tantos pueblos crucificados inocentes e indefensos.

Y ya que fue obispo, ojalá en el acta se recuerde a Luis Angelelli, Gerardo Valencia Cano, Juan Gerardi, Joaquín Ramos… obispos latinoamericanos asesinados. Con muchos otros, son los Padres de la Iglesia Latinoamericana desde Medellín. 

Solo Dios conoce como será el acta de canonización. Nosotros terminamos diciendo que Monseñor Romero ya ha sido canonizado. Y recordamos los principales momentos de su canonización.

Monseñor Casaldáliga, en cuanto conoció su martirio, escribió el poema: “San Romero de América, pastor y mártir nuestro”. Y termina con una convicción: “Nadie hará callar tu última homilía”. Esperamos que la canonización venidera sea expresión de que siempre habrá una homilía de Monseñor.

La Iglesia Anglicana, el 31 de marzo de 2005, en presencia de la reina de Inglaterra y del arzobispo de Canterbury, colocó en el centro de la fachada de Westminster la imagen de Monseñor Romero, junto con la de Martín Luther King y las de otros ocho mártires, hombres y mujeres, de todas las iglesias cristianas del siglo XX. Esperamos que la canonización venidera guarde este espíritu ecuménico.

En la última Carta a las Iglesias, recordando el aniversario de Monseñor, escribimos: “En ti el huérfano encuentra compasión”. Con toda modestia y gozo decimos de él lo que el Antiguo Testamento decía de Yahvé. Ojalá la canonización venidera remita al Yahvé, Dios de pobres y víctimas.


Ignacio Ellacuría en el funeral de la UCA, cuatro días después de su asesinato, dijo estas conocidas palabras, audaces y lúcidas: “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”. Ojalá Monseñor Romero, con miles de mártires como él, hombres y mujeres, sean canonizados con estas palabras: “Por América Latina, y por muchos otros lugares del tercer mundo, Dios ha pasado entre nosotros”. 

En una mañana de invierno un hombre harapiento limpiaba con esmero la tumba de Monseñor, valiéndose de sus harapos. Al termina sonríe satisfecho. Me acerqué y le pregunté: “¿Qué hace?”. Y me contestó. “Eso, limpiar la tumba de Monseñor. Porque él era mi padre”. “¿Cómo así?”. “Es que yo no soy más que un pobre. A veces acarreo en el mercado con un carretón, otras veces pido limosna y en veces me lo gasto todo en licor y en guaro, y paso la goma botado en la calle… Pero siempre me animo. Yo tuve un padre que me hizo sentir gente. Porque a los como yo él nos quería y no nos tenía asco. Nos hablaba, nos tocaba, nos peguntaba. Nos confiaba. Se le echaba de ver el cariño que me tenía. Como quieren los padres. Por eso yo le limpio su tumba. Como hacen los hijos, pues”. [Lo cuenta María López Vigil en su libro Piezas para un retrato]


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